miércoles, 8 de diciembre de 2010

EN DÍAS COMO ÉSTE


EN DIAS  COMO ÉSTE

                                     Foto Ary




En días como éste
termino siempre con el sabor de una novela incompleta,
o una estrofa descosida
de un pedazo de luna puesto a secar al sol.
No se a quien debo acudir para colgar la angustia,
y colocar peces en este paisaje de mar desdibujado,
calles estremecidas de pasos sin destino, puerta abiertas
esperando, no se,  la lluvia, el calor
de tu mirada, la gota que se rompió en el aire
sin mojar la semilla.
Algo
que me corte el silencio y exprima la angustia,
que me pinte la rabia, 
algo
que me deje dormir sin cicatrices.


ARY.

viernes, 8 de octubre de 2010

EL REGALO

 Foto Ary



Después del primer vaso de agua sintió que los sonidos volvían a su voz. Encontrarse así, de repente, con 300 correos destinados al amante de su esposa, no era cualquier cosa.  Era una gran cosa. La prueba irrefutable de que el papel de despistado le cuadraba a la perfección. Los había leído todos, con sus diversos estados de ánimo, sus explosiones pasionales, intimidades, ruegos, protestas, reproches, quejas y sumisiones. Hasta fotografías explícitas de cuerpos o partes de él con temperaturas elevadas. Una buena lección de anatomía descriptiva, si no fuera por las poses, que hubieran calificado con honores para algunas revistas que no tuvieran muchas exigencias de calidad fotográfica. Aunque en realidad, nunca el arte del desnudo es el que más vende, sino el detalle gráfico. ¿Cómo había logrado plasmar la imagen de tan específicos rincones carnales? Pensó preguntárselo, pero desechó la idea casi inmediatamente. Totalmente irrelevante. Por supuesto que el cuerpo femenino no le era desconocido, más aun, siempre se había considerado un apreciable conocedor de la materia. Sin embargo, qué distinto era verlo así, expuesto para otra persona que no era él.


Qué curioso es el engaño; desde chistes, conversaciones de sobremesa, susurros con voces casi inaudibles, rabias, vacío, depresiones, deseos de reciprocar... Podría elaborarse la mitad de un diccionario con términos de acción y reacción ante el descubrimiento  irrebatible del ingreso al mundo de los cornudos. Por supuesto que de inmediato surgen las usuales interrogantes: ¿Por qué no me dí cuenta? Todos los días por el teléfono, entre frase y frase, me enviaba un beso prometedor de momentos inolvidables. ¿Dónde estaban los signos, gestos, comportamientos, que hubieran hecho pensar que algo extraño ocurría?

Uno se acostumbra a los estereotipos. Lo que encaja en ellos constituye pruebas o indicios claros de que algo anda mal. Para eso, las telenovelas, el cine, las historias faranduleras, nos remiten a los casos del clásico maridaje de la intrusa con pérfida mirada que se introduce en  hogares impecables, o la inocente palomita que cae en las garras seductoras del galán de ocasión, o si queremos volvernos algo más aristocráticos, acudimos a la revista Hola, o Cosmopolitan para aquellos de menor linaje, y encontramos los grandes dramas del amor robado, perdido, frustrado, con el aliciente de las fortunas en pugna y los pleitos millonarios. En el fondo, apartando rumores, imaginación, culpabilidades y ofensas, la verdad es simple y desnuda de artificios; preguntarse sobre las causas, conduce siempre a callejones sin salida y ambiguas especulaciones.


Lo despertó la voz de Felicia: -¿De nuevo en las nebulosas? Debiste estudiar Astronomía, encaja mejor con tu personalidad-. Respondió con lo único que podía responder: una mirada de sorpresa y un auténtico desconcierto.


300 correos. No había prestado atención a las fechas, pero calculando uno por día, sumaban diez meses, y agregándole unos dos meses más de conocimiento previo en el que los primeros devaneos no fueron transcritos, resultaba la patética cantidad de 360 días en que el cuerpo de su mujer había sido compartido como la cena familiar.

No es que fuera ajeno a historias escabrosas o rumores de medias noches compartidas. Aunque los escándalos sociales nunca le provocaron interés, había escuchado y vivido demasiado como para asombrarse de un caso más en una larguísima cadena. Pero… ¿Felicia? Que todas las noches se colocaba la sábana hasta el cuello y siempre usaba pijama para dormir “porque así me lo enseñaron desde que tengo uso de razón”; la misma que organizaba las reuniones familiares, tenía estrictamente ordenadas las fechas de cumpleaños de todas sus amigas, y decía a cada quien lo que cada quien quería oír, la que reinaba en cualquier agasajo, no por su ligereza, sino por su porte y trato.

El crimen pasional no figuraba entre las alternativas. Es pasar de víctima a victimario sin compensación alguna. El silencio, por otra parte, significaría la aceptación de lo inaceptable y una valoración muy distinta del ser humano como condición imprescindible para seguir mirándose al espejo. Confrontarla con una abultada carpeta de cartas electrónicas con todos los entretelones del “corpus delicti”, resultaba melodramático hasta para un carácter sensible a elucubraciones folletinescas. ¿Encajaba él en el estereotipo?.

Se preguntó: ¿Quién más conocía o conoce de sus andanzas? ¿Soy el único que no se daba cuenta? ¿Qué pensarán mis suegros, revelarían una auténtica incredulidad cuando se enteraran de quién era? Felicia había demostrado perfeccionismo para cubrir sus aventuras.  Casi siempre hay indicios, al menos es lo que se escucha: ¿Te fijaste en ese vestido? parecía una tigresa hambrienta. ¿Estrenando shoes? y con esa combinación estás espectacular….¿De dónde salió ese perfume? ¿Te gusta? Hace un año me lo regalo Nelia y no-se-por-qué- estaba allí, guardado hasta que al fin decidí ponérmelo.

Desaparecer podría ser una opción a considerar. No se daba por enterado; simplemente se esfumaba del escenario en un crudo acto de ilusionismo y ante los demás quedaba como el malo  pero también el duro, de un drama que prontamente se haría público. Y sería una forma eficaz de evitar los susurros de conmiseración ante el desolador papel de marido burlado.

No estaba preparado para afrontar estas situaciones. ¿Quién lo está? No es un tema de discusión de sobremesa ni materia de curso en algún instituto. ¿Habría alguien entre sus hermanos a quien pudiera confiarle su drama? ¿Qué le diría? Mi esposa me engaña, -así, con lenguaje mesurado-, sin caer en las frases típicas del ritual coloquial. Encontré 300 correos de una relación que lleva un mínimo de un año. ¿Qué ganaría? miradas comprensivas, gestos de circunstancia, arranques de meditado asombro. Nada de eso borraría la inobjetable realidad.

¿Qué padre prepara a su hijo para el momento en que su mujer le haga sentir que su cabeza se desarrolla como la de un alce canadiense? ¿Qué culpa tienen los alces?, además nunca han asimilado sus protuberancias craneanas como pruebas de humillación. Todo lo contrario, Mientras mas fuertes y laberínticos sus cuernos, mas señoriales e imponentes lucen. Estaba seguro que por la mente de Felicia no circulaban tales disquisiciones. Quien es capaz de escribir 300 correos a su amante y saludar cada mañana risueñamente a su consorte, no puede plantearse problemas de fidelidad; eso no entra dentro de la estructura mental o como gusanillo de conciencia. Sencillamente forma parte del estado natural de las cosas.


En tono apenas audible volvió a sus interrogantes: ¿Qué diría si supiera lo que sé?. ¿Lo negaría contra toda evidencia, partiendo del supuesto de que instaurar la duda, implica en si misma una ganancia? No hay nada que perder, después de todo. ¿Qué puede aducir?: yo no he tenido relación  alguna con nadie que no seas tú. ¿Es qué acaso no vivimos juntos, amanecemos y nos acostamos juntos, discutimos, compartimos, tenemos los mismos amigos, vamos a los mismos restaurantes? Ni que quisiera, tengo tiempo para pensar en aventuras. Si lees bien esos correos, sin prejuicios, verás que son intercambios de opinión entre amigos, todos usamos una forma particular para expresarnos, algunas son de más confianza, otras más formales. Por otra parte, tu sabes que por Internet se dicen muchas cosas que en realidad no significan nada porque no se sienten. Tener una aventura por Internet, es como ser infiel con la computadora. Es un desahogo del espíritu que no involucra la carne. Todos fantaseamos, tú mismo cuando escribes tus cuentos, dejas correr tu imaginación, creas personajes, inventas historias, construyes dramas. Además – aquí estoy seguro que su rostro cambiaría, sus ojos se irían impregnando de rabia sostenida, su control a punto de desbordarse-, ¿con qué derecho lees mi correspondencia?, ¿es que no puedo tener  privacidad? ¿quién te dio permiso para hurgar entre mis cosas? ¡Me estás vigilando! ¡A mí, tu mujer, la madre de tus hijos!, que todas las semanas lavo tu ropa sucia, tengo listo tu desayuno, llevo los niños al colegio y encima trabajo todo el día. Déjame decirte algo: deja tus obsesiones, consulta un médico, discute con el espejo, si quieres. Tengo que ocuparme de demasiadas cosas para perder el tiempo con celos tontos. Después daría la vuelta y sentiría un golpe seco y contundente en la puerta.

-¡Juan Luis, vamos a llegar tarde… Puedes apurarte! Esa camisa no va con el traje, demasiado seria, tu no eres viejo. La tarjeta de invitación dice: Traje: informal-.  Las frases cortas e incisivas de Felicia le penetraron el cerebro esfumando sus reflexiones. Había olvidado la fiesta de cumpleaños. Para festejar sus 49, era la primera frase que se leía en letra Garamond magnificada. ¿Por qué la gente piensa que una letra con bordes sinuosos y fluidez de serpiente, constituye una declaración de elegancia? Más abajo, perfectamente centrado y en relieve: Pedro Acevedo Castor. Se preguntó si hubo algún roedor en sus orígenes. Quién dice que en el proceso evolutivo del hombre no haya una peculiar variedad de especies, un anfibio como el castor, cuyos órganos testiculares eran muy apreciados en la Antigüedad por sus aparentes propiedades energizantes.

-¿Estás listo?- La aguda voz de Felicia lo centró nuevamente a la realidad.
-En la puerta, mi vida- se oyó a si mismo en tono cálido y con cierto aire de obediencia subyacente.
-¿Y el regalo? No me digas que olvidaste comprarlo-. Su voz adquirió las inflexiones de un ´deja vu´. Pero en esta ocasión estaba preparado. -En mi mano derecha envuelto en papel con dibujos de otoño multicolor- respondió.

El timbre de la casa de Pedro Acevedo es bastante particular. Tiene figura de unicornio con su afilado cuerno en el lugar que debería estar la cola, y un color marfilado queriendo darle aire de noble antigüedad. Para presionar, se empuja la cabeza del unicornio y la punta del cuerno penetra en un pequeño orificio que al hacer contacto emite sonidos de raudo galope. La cursilería no tiene límites, se dijo, al tiempo que la puerta se abría y Felicia, sin esperar el saludo, entró como experimentada domadora en la jaula de fieras.

Él se dirigió a la mesa de las delicias, como la llamaba, desde la primera vez que fueron invitados a su casa. Tal profusión de quesos, lonjas de foie gras de Strasbourg, racimos de uvas como ramas colgantes y variedades de pan para satisfacer al más consumado sibarita. Desde allí podía observar el desfile de trajes y sonrisas, abrazos de felicitación y edulcoradas manifestaciones de aprecio.

Vio como Felicia se acercaba al círculo que rodeaba al cumpleañero, y de esa forma tan grácil y segura se hacía dueña del entorno. Siempre tuvo esa innata capacidad. Él no pudo evitar –nunca lo había logrado- quedar absorto contemplando su andar envolvente, la magia de su presencia impregnando el salón. Era un don y un arte, que Felicia había perfeccionado  y refinado.

Colgada del brazo de Pedro, paseó su vista por los invitados hasta encontrarlo. Trató de voltear hacia el lado opuesto de la sala, pero era tarde. Imposible no hacer caso a sus brazos agitándose al fondo del salón.
-¡Juan!, ¿qué haces?  Acércate… ¿verdad que está bello El Castor hoy?-. Siempre lo llamaba de esa manera. Al menos, a partir de la segunda invitación, cuando fueron a un partido de polo en el que Felicia no cesó de indagar, desde el origen del juego hasta el por qué las yeguas son más aptas que los caballos para su práctica. La sonrisa del cumpleañero era beatífica. -No sabes la cantidad de tiendas que Juan tuvo que preguntar para conseguir tu regalo. Decían que el DVD estaba agotado, pero al fin lo obtuvo. Tan cuidadoso se comportó que pidió que se lo envolvieran allí mismo, para que no me entrara el deseo de verla antes. Eso fue lo que me dijo. Aquí está la película que tanto querías. Te acuerdas que siempre te lamentabas de no haberla visto en el cine, por que la historia de la batalla de Las Termópilas te apasionaba. Pues aquí la tienes, espero que no hayas olvidado su título lleno de ese significado histórico: 300. Como el número de hombres que peleó junto a Leonidas. Extendiendo los brazos y con un beso en la mejilla, Felicia hizo formal entrega del regalo.


Mientras El Castor procedía a librarlo de su envoltorio, él se alejó imperceptiblemente hasta alcanzar la salida. No tenía interés en presenciar lo que iba a ocurrir cuando colocaran el disco y en la pantalla plana aparecieran en cuidado orden cronológico 300 correos electrónicos dirigidos al anfitrión. Además, la noche exhalaba una particular frescura, ideal para un largo paseo.

ARY

miércoles, 2 de junio de 2010

LA LLAVE


Foto Ary



Estaba seguro de haberla dejado allí, al fondo del segundo estante del lado izquierdo del closet, oculta por las medias. Parecía de cobre por el color, hasta que la tomaba y mis dedos sentían su fortaleza. Sus muescas indicaban un trabajo artesanal y su tamaño un símbolo. Hasta como arma defensiva podría ser útil. Mi interés era encontrarla antes que Fabiana se preguntara que hacía tan rudimentario instrumento entre mis posesiones. Tenía que estar preparado ante esa eventualidad y no es que no lo hubiera pensado, pero la desconfianza de Fabi era proverbial y mi hoja de vida no ayudaba a disminuirla.

Cuando entró al cuarto, estaba sumido en un detallado chequeo de los bolsillos de mis trajes.
-¿Se te perdió algo mi vida?- Su pregunta tenía una estudiada indiferencia perfeccionada por años de manipulación.
-Estoy seguro que tenía aquí el estado de cuenta del Banco. Falta en el archivo el mes de Febrero, fue el último que no enviaron por correo electrónico,- respondí, con mezcla de fastidio y naturalidad.
Me miró con la resignación que se otorga a los casos irrecuperables y entró al baño. Nunca cierra la puerta. Dice que si yo la veo diariamente vestirse y desvestirse y adoptar las mas incongruentes posiciones mientras duerme, por qué tiene que incomodarme toparme con ella en la poceta. Trato de hilvanar una respuesta que conjugue términos como delicadeza, espectáculo, privacidad,  pero su cruda lógica no acepta desviaciones.

La conocí en casa de María Inés, adonde había ido porque cocinaba como las diosas y la buena cocina siempre ha sido una de mis debilidades. Por la boca muere el pez, decía mi abuelo, aunque el se moría por cualquier sonrisa de mujer recién bañada. En eso siempre nos parecimos. Fue su hermana quien nos presentó. Si quiero ser honesto, fui yo quien se lo pidió, cuando la contemplé entrando en la sala con ese aire de quien se sabe dueña del contorno. Dos horas después todavía conversábamos y a los dos meses éramos inseparables.

Si hay algo que Fabiana puede regalar, vender, dar en comodato por toda la vida, es don de mando. Le encanta dirigir la vida de los demás y eso incluye la mía. No es que me incomode, ella es así, y el paquete lo tomas completo o no lo tomas.

¿Dónde estará la maldita llave? La última vez que descuidé detalles de este tipo, me colocaron una grabadora debajo de la cama que se activaba automáticamente con el sonido de la voz. No fue placentero escucharme contando al psiquiatra mi profunda depresión afectiva, que aceleró la definitiva crisis matrimonial y los señalamientos con dedo acusador de las amigas de mi ex.

Fabiana sale del baño. -¿Nada todavía?- Intento no enfrentarla con la vista, se torna a veces tan acerada que disuelve toda respuesta en estatus nascendi y proyecta sensación de culpabilidad. Es un proceso psicosomático en que la víctima se transforma en victimario con marca indeleble y no hay nada que hacer. Fait accomplie, como dirían mis ancestros franceses.

¿Sabrá algo de las cartas? Guardadas en un archivo de madera desteñida, apiñadas detrás de las carpetas con mis notas de clase, fotografías de fin de semana, recetas de langostinos con ciruela, en salsa ají dulce o en combinación con pasta de productos del mar. No hablemos de la partida de nacimiento, compilación de artículos de opinión, manual de entrenamiento para Golden Retriever, escritos juveniles… Una caja de Pandora ese archivo, pero, como todos, de obligatoria consulta para averiguar el origen de nuestras migrañas repentinas, sonrisas indescifrables y largos soliloquios junto a un respetable Bourgogne.

-Tengo que cubrir un evento esta noche- me dice, colgando de su hombro una de esas cámaras fotográficas absolutamente indescifrables para los ignorantes como yo. Lo mío es ¨point and shoot¨, no me canso de repetirle, y obtengo otra de sus perlas: la sonrisa condescendiente y un ligero ademán que intenta parecerse a un gesto cariñoso. Veo como da los últimos toques a sus labios, se alisa el pelo, chequea los mensajes del celular y sale con una frase que no alcanzo a oír porque estoy hurgando en los zapatos. Aprendí hace mucho tiempo que cuando algo se pierde hay que buscarlo en los sitios donde menos se piensa que está. Hagan la prueba: lancen una moneda al aire y no miren donde cae, luego traten de recuperarla. No es fácil y más de una vez no podemos encontrarla si usamos la lógica.

Fabi siempre usa frases cortas para hablarme: nunca he sabido si es por economía de la palabra, utilización más efectiva del tiempo, o porque simple y llanamente el lenguaje verbal no es su fuerte. El lente es su lenguaje y la foto su mas acabada expresión. Cuando me dijo cual era su profesión, pensé que las fotografías de nuestro matrimonio (si cruzábamos ese umbral) podríamos deducirlas del costo de la boda, sin hablar de una casa adornada con hermosos paisajes enmarcados en sobrios marcos distribuidos informalmente en la sala. Jamás pensé en insectos. Una mujer hermosa, segura de si misma, altiva y medio sifrina, ¿cómo podía dedicarse a fotografiar insectos? No hablo de abejas, saltamontes o coquitos. Me refiero a insectos sórdidos, con desagradable presencia y atemorizantes. Sus clientes no eran ciertamente los diarios o revistas de amplio alcance, sino laboratorios, biólogos, especialistas en botánica y todo aquel que considerara a Darwin uno de sus más fuertes mentores históricos.

¿Estará en el carro?, He encontrado desde revistas de historia hasta paraguas debajo de la alfombra del conductor. Ni hablar de los intersticios de los asientos donde seis meses después de dado por perdido, aparece un flamante y costoso bolígrafo. Es por ello que ahora utilizo anónimos instrumentos de escritura cuya desaparición no acarrea escozores patrimoniales.

La madre de Fabi no fue empatía a primera vista. Lucía es una de esas profesionales que todo lo sabe: química, trabaja en una compañía farmacéutica, y si A + B no es = C, hay una falla en A, o B tiene un defecto congénito. Y para alguien que como yo piensa que 2 +2 pueden ser 20 o 15, dependiendo del prisma con que se observe, algo tiene necesariamente que chocar en la relación. Es nada más cuestión de tiempo. Hace cuatro noches cenamos en su casa y continuamos con el infaltable juego de canasta. Continuar es un decir; si soy ignorante en el arte de la fotografía, podemos duplicar desconocimiento en todo lo relacionado con poker, canasta, bridge y cualquier juego que, como éste, me mantenga despierto hasta horas antiestéticas. Cuando el juego termina, pasan a recogerme en el sofá de la sala leyendo una revista HOLA, de unos años atrás, en que Felipe y Letizia se comprometían formalmente ante las sonrisas inmaculadas de la familia real.

Las cambiaste de sitio -¿recuerdas?-; el archivo exhibía un hueco que antes cubría una cerradura, además era demasiado conspicuo, invitaba a ser abierto por simple curiosidad y sería imperdonable actuar tan ligeramente. Una cosa es no poder impedir lo inevitable, otra crear las condiciones. Es como dejar rastros del delito en los lugares clásicos que indican las novelas de crímenes. Fabi no me hablaría más y mis potenciales suegros difícilmente me recibirían de nuevo en su casa.

Y ahora, ¿qué querrá mi mujer?, digo casi en voz alta, empuñando el celular.
- Mi vida, cambié de opinión- escucho en el auricular. El pan nuestro de cada día, pienso.
-¿Qué ocurre cielo?- Mi sorpresa suena casi genuina.
- Mamá tiene más de una semana deprimida y esta mañana cuando llamó casi no tuve tiempo de atenderla, así que te espero en su casa en una media hora. Llamé al primo Enzo para que fuera, con su humor le levanta el ánimo al más decaído y son tan buenos amigos.  Le tengo un regalo sorpresa guardado en el carro desde ayer y tu sabes como le encantan los regalos-. Y anticipándose a cualquier objeción de mi parte: -¡Ya deja de preocuparte por la llave!-
-Excelente idea Fabi-, respondí, mientras finalizaba un detallado registro del depósito y hacía un esfuerzo agotador para colocar los dos últimos cajones paralelamente.

Coloqué el candado de la puerta después de confirmar que todo estaba en su sitio original, y subí a bañarme. La búsqueda había sido exhaustiva y quince minutos más no harían diferencia.

La llave era la razón del cambio de las cartas. Se requería un lugar con un mínimo de seguridad. Debajo del colchón era demasiado infantil; despegar una de las lozas del baño  y abrir un pequeño boquete,  truculento y cinematográfico; enterrarlas en la jardinera de la terraza las convertiría en papel mojado, ilegible y sucio, sin contar que Fabi se esmeraba en el cuido de la siembra de albahaca, rábanos y un bonsai con naranjas liliputienses, que lucía fuera de lugar dentro de aquel común escenario. Fue un presente de cumpleaños de su mamá, enfrascada por esos días en el estudio de las bondades relajantes y armoniosas del paisajismo oriental.

El cofre fue lo primero que llamó mi atención en la tienda de antigüedades, pero la llave fue el detonante para su compra. Hacían una pareja perfecta, mezcla de elegancia y sincronización, ocre y caoba con vetas de palo de rosa y aquel click aceitado del contacto de la llave con el mecanismo de la cerradura coronando la compenetración de los elementos.

Mi primera intención fue de regalárselo a Fabi un día cualquiera, como esos regalos que se dan sin razón específica, por el placer de hacerlo,  pero la urgencia de desaparecer evidencias comprometedoras provocaron mis pasos siguientes.

¿Qué podía hacer? Las cartas se habían convertido en una amenaza a la estabilidad matrimonial y familiar, estaba dispuesto a quemarlas y a ese fin procedía la semana pasada, cuando Fabiana entró a la cocina y con burlona curiosidad exclama: -¡No me digas que mis ruegos han sido escuchados y estás preparando cena!-.  Me encontraba de espaldas presto a tornar cenizas el cuerpo del delito y no tuve mas remedio que introducirlas en el cofre que acababa de comprar y estaba recién desempacado. Di vuelta con el cofre cerrado en una mano, la llave en la otra y la más beatífica de mis sonrisas.

-¿Y eso?- preguntó, con la clásica neutralidad de quien quiere saberlo todo.
_”Eso” es un pequeño detalle que te va a encantar y acabo de guardar dentro de este cofre, el cual será abierto en una cercana y especial ocasión- respondí, procediendo de inmediato a hacer el click  con la llave, garantizando su resguardo.

Tengo el suficiente tiempo conociendo a Fabi, para saber que mis palabras sólo podían alimentar su curiosidad. Se acercó al cofre, contempló las ollas inmaculadas, me dirigió una mirada inquisitiva y dijo: -Si no hay comida, te sale invitarme fuera-, y agregó:  -Yo escojo-. Como es usual, el silencio y un gesto de aparente pesadumbre, fue mi asentimiento.

No me puse corbata. ¡Eres demasiado formal! , frase que Fabiana me repetía desde la noche que nos presentaron, surtía un efecto mágico para evitarlas. Abandoné la búsqueda con la esperanza de que un cambio de ambiente refrescara mis neuronas y me dirigí a la casa de mis eventuales suegros.

Sólo eran tres cuadras las que nos separaban. Esa corta distancia había sido causa de la continua presencia de Lucía en nuestro apartamento. Un día para descansar de su marido, otro porque había comprado unos langostinos frescos y sabía cuanto me gustaban, y cuando salíamos los fines de semana, insistía en quedarse cuidándolo. Estaba ya habituado a considerarla como una inquilina sin renta y con derechos.

Mis suegros –a veces, cuando bebían de más, me llamaban yerno y yo reciprocaba- se mostraban espléndidos cuando tenían visita. Esta noche no era la excepción. Estoy seguro que todo había sido preparado de antemano entre Fabi y su papá, para levantar a Lucía de su depresión y yo era el último en saberlo, pues en la mesa estaba la vajilla de eventos especiales, con dos botellas de vino tinto en el centro, -Malbec, por supuesto, después de todo, mis suegros eran argentinos y además de Mendoza-, y un número de cubiertos suficiente, como para desear tener a mano un conspicuo manual.

-Sólo faltabas tu, mi vida-, exclama Fabi, envolviéndome en su abrazo de cenas en familia. A pesar del tiempo juntos, no deja de asombrarme como sentirla en mis brazos puede aún provocar reacciones tan carnales.
-Tu sabes como es papá, especialista en improvisaciones. Todo está bello, y mamá en la gloria. Esto es un remedio mejor que todo el Zoloft, Lexotanil, y no se cuantos anxiolíticos, que le prescribieron. Por cierto amor, tengo algo que confesarte, y al tiempo que lo decía me llevó a un rincón de la sala, haciendo señas a su papá que contuviera unos minutos el saludo que venía a darme. Un lazo muy especial nos unía desde el día que me pidió le guardara una correspondencia muy personal.

Cuando una mujer te mira con una mezcla de ternura y malicia, hay que estar preparado, pero cuando se trata de tu mujer hay que inclinar la cabeza, poner cara de perfecta ingenuidad y aceptar de antemano la mas impredecible de las historias.
-¿Recuerdas el cofre que me mostraste hace una semana?- Asentí con una calma que el actor más consumado hubiera envidiado.
-¿Y de la llave con que lo cerraste diciéndome que dentro había un regalo para mí?-Nuevamente mi cabeza se inclinó levemente, aunque con algo de dificultad.
-Resulta que aquella tarde, vino mamá, y se lo mostré diciéndole que dentro había algo muy especial para mí. ¿Cómo te explico? Mamá se enamoró del cofre y yo le aseguré que a ti te encantaría que ella lo tuviera, pero con una condición.-
-¿Y cuál es?- pregunté con voz apenas audible, pensando que tal vez podía elaborar alguna estrategia salvadora. Y sin poder evitarlo, agregué: -¿Cómo lo abriste?-
-Eres tan despistado que aún no te has dado cuenta que saqué la llave del estuche de tus anteojos, y poco antes de que llegaras le entregué el cofre a mamá en nombre de los dos, eso sí, exigiéndole que sacara mi regalo y sin mostrármelo, te lo diera. Así seguirá siendo una sorpresa que ya me tiene loca de curiosidad.-
¿Dónde esta Lucía?- mi voz se transformó en un proyecto de suspiro.
-Salió toda emocionada a su cuarto para abrir el cofre y esconder mi regalo. Estoy segura que de un momento a otro se va a aparecer con una sonrisa absolutamente radiante-.

Miré con ojos suplicantes a mi suegro, en animada conversación con el primo Enzo. Estaban muy lejos para captar la dimensión de mi angustia. ¿Cómo podía explicarle a Fabi la verdad? Y decirle de una forma que pudiera aceptar, que en estos momentos su mamá debía estar leyendo en la perfectamente legible caligrafía de su marido, las pruebas de sus prolongados amores furtivos.


ARY.

jueves, 29 de abril de 2010

UN DIBUJO

                                           Foto Ary



Escuchar la noche es un ejercicio similar al de un encantador de serpientes. J. C. McKay lo supo hace doscientos años cuando murió más de la sorpresa que del veneno, por haberse perdido en los ojos nocturnos de una joven de dieciocho años. Su humanidad -irreconocible de no ser por un hermoso bastón de madera labrada con sus iniciales en el mango, sostenido con irreductible voluntad a pesar de la golpiza que lo convirtió en estropajo, - yacía como jeroglífico sobre el empedrado. Solo sus  ojos –extrañamente fijos y brillantes- daban fe de la locura que lo había consumido.

Fueron esos mismos ojos, los que hoy contemplaba esculpidos en la lápida desteñida, mientras seguía al guía que recitaba la historia de las tumbas antiguas de aquel pequeño cementerio de Heiderhof. Los perpetradores de tan sanguinario crimen no se contentaron con verter en su vino un veneno capáz de destruir el sistema nervioso de un elefante, si no que  -para evitar cualquier antídoto al que pudiere tener acceso-, decidieron propinarle cien bastonazos contra eventuales sorpresas.

Hay pocos elementos para la reconstrucción de los hechos. Casi doscientos años son suficientes –más si tomamos en cuenta que hablamos del siglo XIX- para  que se diluyan los detalles que dan cuerpo a una vivencia y transformen las características de un crimen hasta volverlo casi intangible. Sin embargo hubo un detalle, un simple, efímero y extraño detalle, que ha sido la causa de mis investigaciones y el detonante de mi febril curiosidad: una hoja de pergamino maltrecha con los trazos de un rostro dibujado al carbón.

 Recién cumplidos mis diez años mi padre me regaló una cámara fotográfica. Te servirá para contar tu historia, me dijo. Era totalmente manual y tenía que calcular la apertura del diafragma y la velocidad del obturador. Aprendí a jugar con luces y sombras y, con el tiempo, determinar intuitivamente las mediciones necesarias para lograr el efecto buscado. La fotografía me ayudó a entender -sin libros ni profundas meditaciones- que la realidad no es más que la percepción de un hecho en un espacio concreto del tiempo y que podían existir infinitas percepciones de un mismo hecho. Lo que yo estaba viendo y trataba de plasmar en una imagen fotográfica resultaba en una vivencia diferente para cada persona que contemplara la misma imagen. 

Años  después, mi amor por la fotografía había cedido parcialmente a mi pasión por la pintura: la mezcla de los colores, la posibilidad de crear remolinos de fuego fue lo que inicialmente me devoró. Mas tarde fui decantando mi interés visual; a los colores sucedieron los trazos en blanco y negro y una creciente obsesión para encontrar la pureza de las líneas en la sencillez del esbozo.

De la abstracción pasé a la figura, concretamente a los rostros. No había nada más fascinante que trasladar a una simple hoja toda la turbadora esencia de los rasgos de un rostro. El rictus de los labios, la mirada rasgada, caída,  turbadora o fulgurante, el contorno del perfil y la nariz, que establece la solidez o fragilidad del conjunto.

Me volví un estudioso del cuerpo humano, la voluptuosa estela de las manos, el aire imperceptible de la boca entreabierta, la sinuosidad animal de un muslo inclinado, el vientre con sus gotas de sudor resbalando hacia un sexo húmedo y anhelante. Mi búsqueda consistía en captar la humanidad de las formas, en extraer la vida que reposa bajo la epidermis, oxigenar el espíritu.

Mis bocetos y facilidad para captar expresiones indefinibles, me labró cierta fama en el mundo del arte, o quizá sería mejor decir en el mundo del comercio del arte. Aprendí que la forma y el fondo combinados no son siempre la mejor receta para la venta de una obra y que la función decorativa termina pagando mejor a corto plazo que la creatividad. Con el tiempo, me volví más purista y en pocos trazos intentaba delinear la esencia de la obra. Obviamente mis cuadros disminuyeron lentamente sus ventas y no albergaba dudas que, con el tiempo, difíclmente sería recordado por alguno de mis antiguos y fieles admiradores.

Me dediqué a leer, o para ser preciso, a leer pinturas,  desentrañar todo aquello que se esconde en el lienzo, lo captable solamente para el artista que observa a otro artista, la verdadera obra, el alma del acto creador.
Las bibliotecas se convirtieron en mi segunda casa y pasaba horas hojeando obras de grandes y desconocidos artistas. Los dibujos terminaron atrapándome. ¿Dónde más que en esas líneas gruesas, tenues, irregulares, lanzadas espontáneamente sobre tensos lienzos, podía encontrarse la raíz de los más íntimos sentimientos? ¿Cómo calibrar ese instante en que un brote de locura o una irrepetible genialidad quedara estampada para el deleite o la angustia de quien la contemplara?

¿Cómo transformar los sueños a través de la vivencia interior y captar lo que aún se desconoce, hacer tangible la búsqueda de tantos años? No es fácil volverse niño cuando los ojos se tiñen de tiempo. Estoy convencido que los escritores son una especie de niños viejos o de viejos niños inmovilizados en el tiempo, habitantes de un observatorio en el que pasado y presente se mezclan en amalgama inseparable, y el futuro es simplemente la imaginación de trozos que quisimos ser o tratamos de evitar: pasteles de cumpleaños, sonrisas de un momento que resurgen como flashes, la muerte de un ser querido o la fotografía de la página de sucesos, el miedo, la espera que  delinea arrugas y en última instancia, siempre en última instancia, una sed tan grande de cubrir con soplidos de afecto.

Fue una fijación inmediata la página descolorida de aquel boceto despegado de un pequeño libro de jóvenes promesas del arte. Un pequeño resumen de la incipiente actividad artística de su creador impreso en el reverso de la página, mencionaba a J.C. Mc Kay, original de Glasgow, Escocia, que a la cuasi adolescente edad de 17 años se había trasladado a Alemanía para seguir cursos avanzados de dibujo artístico. Nada había sobre su familia o la evolución de su carrera.  Sólo la causa y fecha de muerte. Si llegó a descollar, fue mimado por los círculos artísticos o sólo alcanzó a ser uno mas entre tantos que apenas logró delinear un rostro en un libro sin fecha de publicación, no lo se.

La fuerza de la imagen me sedujo. Sangre, sudor, pasión y alma, brotaban de la sinuosidad de los trazos. No había desperdicio. Los ojos muy abiertos, como queriendo absorber el contorno para que nunca pudiera repetirse una imagen similar, y una sonrisa oculta pugnando por abrirse en un rostro que se debatía entre el control y la espontaneidad.

No había color, solo una sutil variedad de grises creando una imagen etérea y envolvente, separándose de la página que la aprisonaba, ocupando el espacio intemporal, penetrando en mis huesos y grabándose en mi piel. Casi podía respirar el aliento de esa boca apenas insinuada, la suavidad de unas mejillas cuya textura estaba impresa en el papel. Ninguna dedicatoria o identificación. Quedé preso en su misterio.

Revolviendo en bibliotecas noticias de la época, no encontré nada que me acercara a ella, pero si supe de él. Nos hemos acostumbrado a contemplar lo terrible como parte de lo ordinario. Los tiempos cambian, las personas se endurecen y los dramas humanos se convierten en una segunda naturaleza, la sensibilidad se menosprecia y la crudeza y el pragmatismo se integran a nuestro vocabulario. No era así en el siglo XIX. Los periódicos de la época suplían la carencia de la fotografía, con realistas dibujos en fina plumilla.

Fue así como descubrí su enjuta figura doblada sobre un empedrado salpicado de lluvia y lodo, su sombrero de copa transformado en estropajo, el rostro delicadamente ensombrecido dejando entrever una insólita agonía y aquellas manos de dedos largos algo irregulares por los efectos del dibujo, negados a desprenderse de un bastón caoba perfectamente delineado, apuntando acusadoramente a un callejón atiborrado de bolsas de basura, restos de alimentos, y un gato, seguramente producto de la imaginación del dibujante, como único testigo de su muerte incongruente. 

No hay recuento y menos aún, detalles de su entierro. Si fue llorado, maldecido o recordado, es un ejercicio libre para la imaginación. Pero yo tenía aquella imagen recortada que ni el libro o la biblioteca iban a extrañar. La guardé durante años, me acompañaba en todos mis viajes y era el mas efectivo de los remedios contra el desaliento. Sabía, sin embargo que no me pertenecía, no podía ser el dueño de un amor truncado antes de haber nacido, ni siquiera de su recuerdo.

Regresé a Alemania tiempo después. Esta vez era yo quien cargaba un bastón sin la soltura del que lo lleva como parte de la indumentaria. Por otra parte, un traje del siglo XXI jamás podrá tener el donaire de sus antecesores. Ello terminó por decidirme. Guardaba la dirección donde estaba sepultado. El cementerio de Heiderhof es lo menos parecido a un cementerio. Al recorrerlo, la primera impresión es de un jardín semi agreste, pero revestido de un orden que sólo los alemanes poseen. Sin desproporción ni figuras discordantes, bien cuidado sin excesos de forma, pero también desprovisto de rasgos que revivan su historia.

Cuando el guía comenzó a contar los pormenores  del crimen, tenía rato que no lo escuchaba. Me había perdido en los esculpidos ojos vacíos que parecían reclamarme un derecho usurpado. Cuando el grupo continuó el recorrido, me acerqué a la tumba y saqué de mi bolsillo un papel pergamino cuidadosamente doblado, que extendí sobre la lápida y alisé hasta que el rostro de una hermosa joven de 18 años brotó intensamente de una variada gama de grises.
 
ARY.

martes, 13 de abril de 2010

OJOS DE MAR INDEFINIBLE


Foto Ary

Hacia veinticinco años que lo habías comprado en La Guaira. Te gustaron sus reducidas dimensiones, el sobre cuadrado con sus bordes de un negro untuoso. Podría servir para introducir una tarjeta de presentación, seria tal vez, pero -después de todo- las tarjetas de presentación no se entregan como diversión, y menos aún cuando una acaba de graduarse. Flamante Licenciada en Comunicación Social. Así estaba escrito en el vidrio trasero del carro con marcador blanco, y que a nadie se le ocurriera borrarlo. Veinticinco años, cuando apretaste el acelerador del Humber y decidiste ir a La Guaira, porque sí, en uno de tus típicos arranques. Y más allá del malecón, cerca de la Redoma, estaba la tienda, Hojas en Blanco S.R.L, todo para su escritorio, jóvenes profesionales, estudiantes, letrados, si no lo tenemos es que no hay. ¿Recuerdas que soltaste una carcajada? Por supuesto, si no hay, no hay. Aun así, paraste en la esquina desafiando todas las argumentaciones de la prudencia, y entraste. Más allá de la puerta de collares colgantes, las Hojas en Blanco se transformaron en una quincalla abarrotada de los más disímiles objetos: bisutería de plástico, intensos aromas de incienso, minúsculos budas bien alimentados de arcilla, amenazantes leones de bronce vigilando los escasos clientes, monos de madera, platos con dibujos de pájaros en calcomanías y esas bolas de acrílico con figuras de nieve dentro, en un desafío abierto y contradictorio al sofocante calor. En una esquina, entre postales descoloridas, almanaques del año anterior y pisa papeles, estaban los sobres de bordes negros nítidamente dispuestos como manojo de cartas. Cuando ella se acercó (¿te acuerdas de la abundancia de carne colgando libremente de sus brazos, y aquellas uñas de morado profundo con dibujitos de caracol?), lo primero que percibiste fue su aroma de piel cuarteada por el sol, sus dedos –dos anillos en cada uno- y sus ojos pequeños, muy pequeños, escondiendo una sonrisa de mar indefinible. No te cuadraba, definitivamente no encajaba su físico con sus ojos, eran dos entidades separadas, dos mundos irreconciliables. Detrás de ella, un perro que ni del color te acuerdas, y un niño, casi adolescente, con su misma mirada.

Dicen que los ojos son el espejo del alma. Esa frase tan trillada no era aplicable en este caso (la vida enseña que en casi ninguno lo es). A menos que su alma fuera un galpón de realidades inconexas: olor de pescado frito, hambre, viajes sin retorno, azul de mar profundo donde la sal del mar se funde con el viento. Parecía una pintura surrealista dentro de un cuerpo básico y abandonado. Siempre me he preguntado como puede haber dicotomías tan marcadas entre el cuerpo y el espíritu. ¿Es que la contradicción abarca también lo corpóreo, las venas, la piel, la sangre, los objetos inanimados? Mientras se acercaba con su andar pesado y pimientoso, fue imposible sustraerme a su mirada, a las gotas de sudor colgantes de su cuello y sus pies diminutos, tan diminutos que era un desafío a las leyes de la física tratar de encontrar el punto de equilibrio. Y sin embargo, había música en sus movimientos, aleteo de gaviotas en sus pies. Cuerpo de pelícano, soltura de gaviota, me dije en aquel momento.

Recuerdo un circo que venía cada dos años a Caracas. Había un número de payasos, en el que todos eran increíblemente voluminosos observados con los ojos de una niña. Después me llevaron a los camerinos para saludar a los payasos y cuando me los presentaron no los reconocí. Era como si tuvieran otra piel, un cambio de gusano a mariposa, no podía conciliar los trajes abultados y colgantes con las personas muy delgadas, casi etéreas, que removían mi cabello y me regalaban caramelos.

Su pantalón me recordaba a los payasos; amplio, mezcla de azul incrustado de polvo, con un camisón que le llegaba a las rodillas y se desdibujaba en pliegues con cada movimiento de sus caderas. Y al final, como perdidos en el fondo de una marea danzante, unos pies que casi no se distinguían, como buscando fusionarse en movimientos intangibles pero reales, sus pies que no formaban parte de su cuerpo sino que andaban de la mano con sus ojos, sorteando cajas vacías, alacranes de goma, barbies desnudas y el perro que se protegía entre sus piernas, porque su miedo a un extraño era mayor que su temor a ser aplastado por una caída de su dueña.

Nunca llegué a preguntarle por el niño. Tenía que ser su hijo. Una irregular cicatriz en el mentón, con una franela salpicada por el aceite de una empanada de cazón y una mirada en la que aun cabían los juegos de pelota, el volantín con brisa de media tarde, los zapatos curtidos y el desaliento de la maestra ante su impenitente distracción. Cuando tomé los sobres, sentí su curiosidad e incomprensión. ¿Cómo podía alguien vestirse como una guacamaya, y comprar unos sobres de intensos y negros bordes? Estaba celebrando mi tercer día de licenciada y un atuendo sobrio era impensable. Por otra parte, siempre he sido exuberante y nunca me ha interesado ocultarlo.

Su nombre no lo sabía ni me interesaba, entonces ¿para qué dar explicaciones? En aquel tiempo los contrastes me fascinaban y el impacto que produciría una tarjeta de presentación dentro de un sobre con bordes negros me resultaba atractivo. No sería fácil ignorarla. Cuando pagué, me di cuenta que en su galpón todavía había espacio para almacenar recuerdos, y yo estaba a punto de convertirme en uno. Sólo compré dos sobres. Al dirigirme al carro, me siguió su olor de mar y polvo confundidos en un presente sobre el que ya brotaban canas de pasado.

Cuando ocurrió la tragedia del deslave, pensé con frecuencia en ella y el niño. Hojas en Blanco S.R.L., seguramente fue afectada como todo el litoral. No volví durante años a La Guaira, desde hace veinticinco años para ser precisos. Hasta hoy. El mismo calor, menos negocios, las playas congestionadas de sol, de gente, de licor y pescado frito. Paré en La Redoma. En el mismo sitio estaba la tienda como un homenaje a la supervivencia. Los collares de la entrada habían sido remplazados por un signo luminoso de Cerveza Fría. La quincalla se había transformado en un mostrador con taburetes de vinil. Un hombre barbudo, de cuerpo voluminoso y sostenido incongruentemente por unos pies diminutos que se movían musicalmente en abierto desafío a las leyes de la física y el lógico equilibrio, me miró. Tenía unos ojos muy pequeños escondiendo una sonrisa de mar indefinible.


ARY

jueves, 18 de marzo de 2010

COSAS QUE PASAN

Foto ARY


Podría jurarle Licenciado, que la culpa de todo este embrollo la tiene el arbolito. Ese pusilánime y enjuto pinito que estaba allí plantado, en la esquina izquierda de este jardin que meticulosamente había planeado en largas horas de observación: Un grupo de geranios formando un corazón que contendría un injerto de rosas amarillas, nada de rojas Licenciado, muy vistas; cuatro metros a la derecha y en linea recta hacia el fondo, cien de los mejores bulbos de tulipanes; en el centro -y bordeando un sinuoso y estrecho empedrado- gladiolas salpicadas, y hacia la izquierda un grupo de hermosos y altivos pinos importados, de esos que se admiran en los folletos de viajes invernales; selecciones de hortensias en los contornos, lanzas de girasoles apuntando al sol, uno que otro robusto árbol vigilante de la grey. Todo ello, con un aderezo de claveles estratégicamente distribuídos porque, como Usted bien sabe, duran más que las rosas y desprenden un perfume muy delicado. Un pequeño jardin para la contemplación y el sosiego, relax como dicen ahora.

Cuando la Señora me llamó para encargarme de su cuidado - de su creación, propiamente hablando- no pude negarme. Decirle que no a sus ojos de nubes tormentosas, a ese olor de tierra recien mojada que emanaba de su piel, fue imposible Licenciado. Usted seguro conoce el dicho: "el espíritu es fuerte pero la carne es débil", y mi debilidad siempre han sido las pieles de avellana lustrosa y cabellos de azabache.

Entendámonos bien, nada más lejos que tener ideas equívocas o pensamientos libidinosos. Nunca Licenciado, porque, usted verá no se trataba de mis arrebatos fantasiosos con la señora. Esos quedaban siempre guardados en los recovecos de este corazón. Yo sabía que a la señora no podía recitarle aquel poema –usted que es muy culto quizá pensará que es cursi, pasado de moda- de un señor Buesa, que mi madre solía repetir hasta el cansancio, aun años después de haberse ido con su segundo marido, de esos que hacian derramar unas cuantas lágrimas a las muchachas de mi pueblo y que casi nunca fallaban. Era una fija para conquistar y después …bueno… usted sabe… Licenciado. Me acuerdo todavía frases: “Pasarás por mi vida sin saber que pasaste…pasarás en silencio por mi amor y al pasar/ fingiré una sonrisa como un dulce contraste/ del dolor de quererte … y jamás lo sabrás”. Ahh y ese final..ese final que uno soltaba las palabras suavecitas, cálidas, tiernas, con ojos de cordero degollado: “ Y si un dia una lágrima denuncia mi tormento/ el tormento infinito de quererte olvidar/ te diré sonriendo/ ¡no es nada! Ha sido el viento/ Enjugaré mi lágrima../ y jamás lo sabrás.

Todo iba bien –cómo podía ir mal-, ganaba lo suficiente, tenía mi casita al fondo de aquel jardin, justo donde comenzaba a ponerse agreste, porque a la señora le gustaban los contrastes. Y mis tres comidas diarias. No quería más. Soy hombre de gustos simples. De donde vengo tres comidas es un lujo. Café y pan duro para comenzar el día y después a media tarde una sopa bien llena de lentejas con morcilla. Y ya. Ni siquiero bebo. El alcohol mata. Si no que lo diga mi compadre –que en paz descanse- No he visto borrachera igual. La “Araña de Plata”, así se llamaba aquel bar, o aquel antro, o aquel tugurio (¿ve usted como yo tambièn tengo algo de letrado?), nunca fue lo mismo después de aquella noche. Dos muertos Licenciado, por una botellita de Cocuy y unas piernas saludables. Mi abuelo los mató a los dos. Se jugó a Rosalinda. Y cuando llegaba a su casa con su botellita y las piernitas saludables le vino el infarto. Fulminante. Tenía 58 años. la misma edad mía, si tengo que creer a mi mamá cuando presentó a aquel bebé de kilo y medio y sietemesino. Porque sabe usted? Ahora es muy fácil saber de quién es hijo quién. Pero antes Licenciado, aceptar que uno era hijo de su papá y su mamà, constituía prácticamente un acto de fe. Y más de donde yo vengo.

Pero volviendo a lo nuestro. Discúlpeme estos cambios tan bruscos. Estoy tratando de ordenar mis ideas. (¿Se acuerda cuando tocaron a mi puerta preguntando por la Señora? Y la cara de tonto que puse.) La Señora tenía su vida, como todos. Yo nunca presté atención ni me asomaba por la ventana de la cocina, cuando se celebraban aquellas fiestas. Pero cómo corria el whiskey Licenciado. Y del bueno. Ella no reparaba en gastos cuando de fiestas se trataba. Tampoco en gustos. Que se lo digo yo. Pero a mi me contrataron no solo por ser buen jardinero sino también por discreto; por eso, cuando ella entró en mi habitación yo intentaba dormir. Había sido una de esas noches de fiesta y la música y los gritos me sobresaltaban. ¿Dije gritos? Bueno, si los hubo, Pero eso fue al final, porque primero fueron las carcajadas y el baile. Podía oir los taconeos, trajeron un conjunto de flamenco con músicos y todo. La señora entendía lo que significaba divertirse. Y déjeme decirle que esa noche se divirtió.

¿Que cómo lo supe? Los hombres sabemos de esas cosas. Además cuando todavía no había salido el sol (yo no uso reloj Licenciado…me pregunto si lo ha notado), sentí unos pasos my suaves, de alguien descalzo alrededor de mi cama. No soy cobarde, pero tuve miedo. Era noche de octubre. Era luna llena. Y en octubre cuando hay luna llena suceden cosas raras. Mi mamá siempre me contaba historias de las noches de octubre y luna llena. Historias que me dejaban temblando. Hasta que sentí su voz y su mano de noche enfiebrada tocándome el hombro. Y yo no quería, le juro que no quería abrir los ojos, por que yo estaba durmiendo, y ella estaba en la fiesta y todo era un sueño.

Hasta que sentí el aliento de su boca en mi oido y su voz llamándome, sin prisa pero con insistencia. Imposible resistirse a esa voz. Quizá si le digo que era una mezcla del perfume de los tulipanes y la frescura de los pinos al amanecer tal vez me acercaría algo a su textura. Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue una pequeña mancha roja. No vi rostro, ni brazos, ni cuerpo. Sólo una pequeña mancha roja que fue agrandándose a medida que adquiría lucidéz y mi vista se aclaraba.

Después vino su vestido esmeralda, su collar esmeralda, su anillo esmeralda, sus ojos esmeralda. Y su súplica: Tenés que ayudarme, veni…veni… tomá esa pala y seguíme. Ella era del Sur, Licenciado, de donde se beben los mejores tintos Malbec y se degusta el mas sublime dulce de leche… ¿Se fija que tengo algo de mundo?

¿Qué podía hacer yo? ¿Negarme? Nunca he podido hacerlo cuando me miran a traves de unas lágrimas y con el sonido de una angustia que atraviesa la piel. Así que me levanté, agarré la pala sucia de la entrada y la seguí.

Cuando llegamos al pinito que estaba en la esquina izquierda del jardín, casi rozando los geranios, me pidió que abriera un hueco grande como para que cupiera una persona adulta. Así me dijo. Una persona adulta. Yo no entendía nada Licenciado, solo veía esos ojos cubiertos de arco iris mirándome fijamente. Hasta que reparé en la sombra detrás del pino. Y cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad, la sombra adquirió unas lineas y las lineas se transformaron en una figura, y la figura estaba rescostada del arbolito y una gran mancha roja cubría irregularmente su cuerpo.

¡Cómo no iba a ayudarla! Ella era tan frágil y sus manos inmaculadas no parecian haberse ensuciado nunca con un plato o planchando unas sábanas. Así como lo oye, aunque estemos tan lejos uno del otro. Quizá hasta hubiéramos llegado a ser buenos amigos. Siempre quise ser polícía, de los que investigan casos de crímenes refinados. ¿Sabía Licenciado, que los crimenes refinados son cometidos principalmente por mujeres?.

Mi trabajo estaba casi terminado y me aprestaba a cubrir de tierra mojada un cuerpo desconocido, cuando mi vista se percató de un gran bolso gris con reiteradas marcas de uso. Horas mas tarde me atreví a abrirlo, no encontré libros ni medicinas. Puro billete Licenciado, de los gordos. Fue uno de esos instantes, según mi mamá, que el hombre está forzado a tomar decisiones que no gustan pero se acatan.

Yo no tuve necesidad de tomarlas. Fue el pinito que las tomó por mi. El pinito que estaba justamente detrás de la señora, cuando resbaló y dio con su nuca un golpe seco contra el tronco. Son duros esos pinos, nadie mejor para saberlo que la señora, a quien traté de hacer reaccionar durante horas, `pero estaba muerta Licenciado.
¿Ya entiende por qué tomé el bolso de desproporcionada contextura?

Estoy seguro que cuando lea esta carta y contemple las fotografías que contiene, llegue a la conclusión que me encuentro en alguna isla del pacífico sur, disfrutando de sus calurosas y plomizas aguas. Y tendrá razón.

ARY

martes, 9 de marzo de 2010

PARA DARTE

Foto ARY


Tengo para darte mis palabras. Son pedazos de tierra removida,

de canciones inconclusas, una mezcla de páramos y truenos, de

rabias y vendimias, sinfonías atonales y algún

canto de siembra.

Todavía guardan sueños mis palabras, cuando te miran y se quedan ciegas,

cuando te hablan sin ningun sonido y

en silencio perfecto te describen, cuando rozan tu carne

y penetran tu piel, y beben tu sudor y se nutren

del aire que respiras.

Entonces se hacen vida mis palabras, se hacen cuerpo y pasión y sed

y hambre, se hacen noche y tormenta,

se convierten en ríos para traerte el agua cristalina,

en montañas de flores para entregarte un ramo

cada día.

Se convierten en ti, para llevarte en cada pensamiento,

para llenar tu cuerpo de temblores y degustar tu savia enfebrecida,

para esculpirte en cada movimiento y sembrar

tu esperanza con la mía

Ante tu puerta entrego mis palabras

Como decir mi vida.


ARY