jueves, 29 de abril de 2010

UN DIBUJO

                                           Foto Ary



Escuchar la noche es un ejercicio similar al de un encantador de serpientes. J. C. McKay lo supo hace doscientos años cuando murió más de la sorpresa que del veneno, por haberse perdido en los ojos nocturnos de una joven de dieciocho años. Su humanidad -irreconocible de no ser por un hermoso bastón de madera labrada con sus iniciales en el mango, sostenido con irreductible voluntad a pesar de la golpiza que lo convirtió en estropajo, - yacía como jeroglífico sobre el empedrado. Solo sus  ojos –extrañamente fijos y brillantes- daban fe de la locura que lo había consumido.

Fueron esos mismos ojos, los que hoy contemplaba esculpidos en la lápida desteñida, mientras seguía al guía que recitaba la historia de las tumbas antiguas de aquel pequeño cementerio de Heiderhof. Los perpetradores de tan sanguinario crimen no se contentaron con verter en su vino un veneno capáz de destruir el sistema nervioso de un elefante, si no que  -para evitar cualquier antídoto al que pudiere tener acceso-, decidieron propinarle cien bastonazos contra eventuales sorpresas.

Hay pocos elementos para la reconstrucción de los hechos. Casi doscientos años son suficientes –más si tomamos en cuenta que hablamos del siglo XIX- para  que se diluyan los detalles que dan cuerpo a una vivencia y transformen las características de un crimen hasta volverlo casi intangible. Sin embargo hubo un detalle, un simple, efímero y extraño detalle, que ha sido la causa de mis investigaciones y el detonante de mi febril curiosidad: una hoja de pergamino maltrecha con los trazos de un rostro dibujado al carbón.

 Recién cumplidos mis diez años mi padre me regaló una cámara fotográfica. Te servirá para contar tu historia, me dijo. Era totalmente manual y tenía que calcular la apertura del diafragma y la velocidad del obturador. Aprendí a jugar con luces y sombras y, con el tiempo, determinar intuitivamente las mediciones necesarias para lograr el efecto buscado. La fotografía me ayudó a entender -sin libros ni profundas meditaciones- que la realidad no es más que la percepción de un hecho en un espacio concreto del tiempo y que podían existir infinitas percepciones de un mismo hecho. Lo que yo estaba viendo y trataba de plasmar en una imagen fotográfica resultaba en una vivencia diferente para cada persona que contemplara la misma imagen. 

Años  después, mi amor por la fotografía había cedido parcialmente a mi pasión por la pintura: la mezcla de los colores, la posibilidad de crear remolinos de fuego fue lo que inicialmente me devoró. Mas tarde fui decantando mi interés visual; a los colores sucedieron los trazos en blanco y negro y una creciente obsesión para encontrar la pureza de las líneas en la sencillez del esbozo.

De la abstracción pasé a la figura, concretamente a los rostros. No había nada más fascinante que trasladar a una simple hoja toda la turbadora esencia de los rasgos de un rostro. El rictus de los labios, la mirada rasgada, caída,  turbadora o fulgurante, el contorno del perfil y la nariz, que establece la solidez o fragilidad del conjunto.

Me volví un estudioso del cuerpo humano, la voluptuosa estela de las manos, el aire imperceptible de la boca entreabierta, la sinuosidad animal de un muslo inclinado, el vientre con sus gotas de sudor resbalando hacia un sexo húmedo y anhelante. Mi búsqueda consistía en captar la humanidad de las formas, en extraer la vida que reposa bajo la epidermis, oxigenar el espíritu.

Mis bocetos y facilidad para captar expresiones indefinibles, me labró cierta fama en el mundo del arte, o quizá sería mejor decir en el mundo del comercio del arte. Aprendí que la forma y el fondo combinados no son siempre la mejor receta para la venta de una obra y que la función decorativa termina pagando mejor a corto plazo que la creatividad. Con el tiempo, me volví más purista y en pocos trazos intentaba delinear la esencia de la obra. Obviamente mis cuadros disminuyeron lentamente sus ventas y no albergaba dudas que, con el tiempo, difíclmente sería recordado por alguno de mis antiguos y fieles admiradores.

Me dediqué a leer, o para ser preciso, a leer pinturas,  desentrañar todo aquello que se esconde en el lienzo, lo captable solamente para el artista que observa a otro artista, la verdadera obra, el alma del acto creador.
Las bibliotecas se convirtieron en mi segunda casa y pasaba horas hojeando obras de grandes y desconocidos artistas. Los dibujos terminaron atrapándome. ¿Dónde más que en esas líneas gruesas, tenues, irregulares, lanzadas espontáneamente sobre tensos lienzos, podía encontrarse la raíz de los más íntimos sentimientos? ¿Cómo calibrar ese instante en que un brote de locura o una irrepetible genialidad quedara estampada para el deleite o la angustia de quien la contemplara?

¿Cómo transformar los sueños a través de la vivencia interior y captar lo que aún se desconoce, hacer tangible la búsqueda de tantos años? No es fácil volverse niño cuando los ojos se tiñen de tiempo. Estoy convencido que los escritores son una especie de niños viejos o de viejos niños inmovilizados en el tiempo, habitantes de un observatorio en el que pasado y presente se mezclan en amalgama inseparable, y el futuro es simplemente la imaginación de trozos que quisimos ser o tratamos de evitar: pasteles de cumpleaños, sonrisas de un momento que resurgen como flashes, la muerte de un ser querido o la fotografía de la página de sucesos, el miedo, la espera que  delinea arrugas y en última instancia, siempre en última instancia, una sed tan grande de cubrir con soplidos de afecto.

Fue una fijación inmediata la página descolorida de aquel boceto despegado de un pequeño libro de jóvenes promesas del arte. Un pequeño resumen de la incipiente actividad artística de su creador impreso en el reverso de la página, mencionaba a J.C. Mc Kay, original de Glasgow, Escocia, que a la cuasi adolescente edad de 17 años se había trasladado a Alemanía para seguir cursos avanzados de dibujo artístico. Nada había sobre su familia o la evolución de su carrera.  Sólo la causa y fecha de muerte. Si llegó a descollar, fue mimado por los círculos artísticos o sólo alcanzó a ser uno mas entre tantos que apenas logró delinear un rostro en un libro sin fecha de publicación, no lo se.

La fuerza de la imagen me sedujo. Sangre, sudor, pasión y alma, brotaban de la sinuosidad de los trazos. No había desperdicio. Los ojos muy abiertos, como queriendo absorber el contorno para que nunca pudiera repetirse una imagen similar, y una sonrisa oculta pugnando por abrirse en un rostro que se debatía entre el control y la espontaneidad.

No había color, solo una sutil variedad de grises creando una imagen etérea y envolvente, separándose de la página que la aprisonaba, ocupando el espacio intemporal, penetrando en mis huesos y grabándose en mi piel. Casi podía respirar el aliento de esa boca apenas insinuada, la suavidad de unas mejillas cuya textura estaba impresa en el papel. Ninguna dedicatoria o identificación. Quedé preso en su misterio.

Revolviendo en bibliotecas noticias de la época, no encontré nada que me acercara a ella, pero si supe de él. Nos hemos acostumbrado a contemplar lo terrible como parte de lo ordinario. Los tiempos cambian, las personas se endurecen y los dramas humanos se convierten en una segunda naturaleza, la sensibilidad se menosprecia y la crudeza y el pragmatismo se integran a nuestro vocabulario. No era así en el siglo XIX. Los periódicos de la época suplían la carencia de la fotografía, con realistas dibujos en fina plumilla.

Fue así como descubrí su enjuta figura doblada sobre un empedrado salpicado de lluvia y lodo, su sombrero de copa transformado en estropajo, el rostro delicadamente ensombrecido dejando entrever una insólita agonía y aquellas manos de dedos largos algo irregulares por los efectos del dibujo, negados a desprenderse de un bastón caoba perfectamente delineado, apuntando acusadoramente a un callejón atiborrado de bolsas de basura, restos de alimentos, y un gato, seguramente producto de la imaginación del dibujante, como único testigo de su muerte incongruente. 

No hay recuento y menos aún, detalles de su entierro. Si fue llorado, maldecido o recordado, es un ejercicio libre para la imaginación. Pero yo tenía aquella imagen recortada que ni el libro o la biblioteca iban a extrañar. La guardé durante años, me acompañaba en todos mis viajes y era el mas efectivo de los remedios contra el desaliento. Sabía, sin embargo que no me pertenecía, no podía ser el dueño de un amor truncado antes de haber nacido, ni siquiera de su recuerdo.

Regresé a Alemania tiempo después. Esta vez era yo quien cargaba un bastón sin la soltura del que lo lleva como parte de la indumentaria. Por otra parte, un traje del siglo XXI jamás podrá tener el donaire de sus antecesores. Ello terminó por decidirme. Guardaba la dirección donde estaba sepultado. El cementerio de Heiderhof es lo menos parecido a un cementerio. Al recorrerlo, la primera impresión es de un jardín semi agreste, pero revestido de un orden que sólo los alemanes poseen. Sin desproporción ni figuras discordantes, bien cuidado sin excesos de forma, pero también desprovisto de rasgos que revivan su historia.

Cuando el guía comenzó a contar los pormenores  del crimen, tenía rato que no lo escuchaba. Me había perdido en los esculpidos ojos vacíos que parecían reclamarme un derecho usurpado. Cuando el grupo continuó el recorrido, me acerqué a la tumba y saqué de mi bolsillo un papel pergamino cuidadosamente doblado, que extendí sobre la lápida y alisé hasta que el rostro de una hermosa joven de 18 años brotó intensamente de una variada gama de grises.
 
ARY.

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