martes, 13 de abril de 2010

OJOS DE MAR INDEFINIBLE


Foto Ary

Hacia veinticinco años que lo habías comprado en La Guaira. Te gustaron sus reducidas dimensiones, el sobre cuadrado con sus bordes de un negro untuoso. Podría servir para introducir una tarjeta de presentación, seria tal vez, pero -después de todo- las tarjetas de presentación no se entregan como diversión, y menos aún cuando una acaba de graduarse. Flamante Licenciada en Comunicación Social. Así estaba escrito en el vidrio trasero del carro con marcador blanco, y que a nadie se le ocurriera borrarlo. Veinticinco años, cuando apretaste el acelerador del Humber y decidiste ir a La Guaira, porque sí, en uno de tus típicos arranques. Y más allá del malecón, cerca de la Redoma, estaba la tienda, Hojas en Blanco S.R.L, todo para su escritorio, jóvenes profesionales, estudiantes, letrados, si no lo tenemos es que no hay. ¿Recuerdas que soltaste una carcajada? Por supuesto, si no hay, no hay. Aun así, paraste en la esquina desafiando todas las argumentaciones de la prudencia, y entraste. Más allá de la puerta de collares colgantes, las Hojas en Blanco se transformaron en una quincalla abarrotada de los más disímiles objetos: bisutería de plástico, intensos aromas de incienso, minúsculos budas bien alimentados de arcilla, amenazantes leones de bronce vigilando los escasos clientes, monos de madera, platos con dibujos de pájaros en calcomanías y esas bolas de acrílico con figuras de nieve dentro, en un desafío abierto y contradictorio al sofocante calor. En una esquina, entre postales descoloridas, almanaques del año anterior y pisa papeles, estaban los sobres de bordes negros nítidamente dispuestos como manojo de cartas. Cuando ella se acercó (¿te acuerdas de la abundancia de carne colgando libremente de sus brazos, y aquellas uñas de morado profundo con dibujitos de caracol?), lo primero que percibiste fue su aroma de piel cuarteada por el sol, sus dedos –dos anillos en cada uno- y sus ojos pequeños, muy pequeños, escondiendo una sonrisa de mar indefinible. No te cuadraba, definitivamente no encajaba su físico con sus ojos, eran dos entidades separadas, dos mundos irreconciliables. Detrás de ella, un perro que ni del color te acuerdas, y un niño, casi adolescente, con su misma mirada.

Dicen que los ojos son el espejo del alma. Esa frase tan trillada no era aplicable en este caso (la vida enseña que en casi ninguno lo es). A menos que su alma fuera un galpón de realidades inconexas: olor de pescado frito, hambre, viajes sin retorno, azul de mar profundo donde la sal del mar se funde con el viento. Parecía una pintura surrealista dentro de un cuerpo básico y abandonado. Siempre me he preguntado como puede haber dicotomías tan marcadas entre el cuerpo y el espíritu. ¿Es que la contradicción abarca también lo corpóreo, las venas, la piel, la sangre, los objetos inanimados? Mientras se acercaba con su andar pesado y pimientoso, fue imposible sustraerme a su mirada, a las gotas de sudor colgantes de su cuello y sus pies diminutos, tan diminutos que era un desafío a las leyes de la física tratar de encontrar el punto de equilibrio. Y sin embargo, había música en sus movimientos, aleteo de gaviotas en sus pies. Cuerpo de pelícano, soltura de gaviota, me dije en aquel momento.

Recuerdo un circo que venía cada dos años a Caracas. Había un número de payasos, en el que todos eran increíblemente voluminosos observados con los ojos de una niña. Después me llevaron a los camerinos para saludar a los payasos y cuando me los presentaron no los reconocí. Era como si tuvieran otra piel, un cambio de gusano a mariposa, no podía conciliar los trajes abultados y colgantes con las personas muy delgadas, casi etéreas, que removían mi cabello y me regalaban caramelos.

Su pantalón me recordaba a los payasos; amplio, mezcla de azul incrustado de polvo, con un camisón que le llegaba a las rodillas y se desdibujaba en pliegues con cada movimiento de sus caderas. Y al final, como perdidos en el fondo de una marea danzante, unos pies que casi no se distinguían, como buscando fusionarse en movimientos intangibles pero reales, sus pies que no formaban parte de su cuerpo sino que andaban de la mano con sus ojos, sorteando cajas vacías, alacranes de goma, barbies desnudas y el perro que se protegía entre sus piernas, porque su miedo a un extraño era mayor que su temor a ser aplastado por una caída de su dueña.

Nunca llegué a preguntarle por el niño. Tenía que ser su hijo. Una irregular cicatriz en el mentón, con una franela salpicada por el aceite de una empanada de cazón y una mirada en la que aun cabían los juegos de pelota, el volantín con brisa de media tarde, los zapatos curtidos y el desaliento de la maestra ante su impenitente distracción. Cuando tomé los sobres, sentí su curiosidad e incomprensión. ¿Cómo podía alguien vestirse como una guacamaya, y comprar unos sobres de intensos y negros bordes? Estaba celebrando mi tercer día de licenciada y un atuendo sobrio era impensable. Por otra parte, siempre he sido exuberante y nunca me ha interesado ocultarlo.

Su nombre no lo sabía ni me interesaba, entonces ¿para qué dar explicaciones? En aquel tiempo los contrastes me fascinaban y el impacto que produciría una tarjeta de presentación dentro de un sobre con bordes negros me resultaba atractivo. No sería fácil ignorarla. Cuando pagué, me di cuenta que en su galpón todavía había espacio para almacenar recuerdos, y yo estaba a punto de convertirme en uno. Sólo compré dos sobres. Al dirigirme al carro, me siguió su olor de mar y polvo confundidos en un presente sobre el que ya brotaban canas de pasado.

Cuando ocurrió la tragedia del deslave, pensé con frecuencia en ella y el niño. Hojas en Blanco S.R.L., seguramente fue afectada como todo el litoral. No volví durante años a La Guaira, desde hace veinticinco años para ser precisos. Hasta hoy. El mismo calor, menos negocios, las playas congestionadas de sol, de gente, de licor y pescado frito. Paré en La Redoma. En el mismo sitio estaba la tienda como un homenaje a la supervivencia. Los collares de la entrada habían sido remplazados por un signo luminoso de Cerveza Fría. La quincalla se había transformado en un mostrador con taburetes de vinil. Un hombre barbudo, de cuerpo voluminoso y sostenido incongruentemente por unos pies diminutos que se movían musicalmente en abierto desafío a las leyes de la física y el lógico equilibrio, me miró. Tenía unos ojos muy pequeños escondiendo una sonrisa de mar indefinible.


ARY

4 comentarios:

  1. Me encantó este cuento y su origen, falto el sobre.

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  2. Me alegra que te haya encantado. Tienes razón respecto al sobre. Es un símbolo indispensable para quienes conozcan el orígen del cuento, es decir, tu y yo.

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  3. quitando lo críptico de la referencia del sobre el ritmo lo hace muy agradable de leer y aunque releyendo el final se me antoja abrupto, hay tanto cuidado en la sucesión de imáganes que me llevan a él que mi comentario pierde importancia :-)

    ¡salud!

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  4. Agradezco sus impresiones y comentarios.Son debidamente valorados.

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